Colección de Fábulas Argentinas escritas por Godofredo Daireaux
Amor Sincero
La nutria, con incontrastable emoción, se había fijado en que el terú-terú, cada vez que ella salía del agua y empezaba a cavar en la orilla del cañadón, para buscar raíces o por cualquier otro motivo, se venía disparando para estar a su lado. Le hacía mil saludos, estirando el pescuezo y moviendo la cabeza como títere, gritando de alegría y no dejándola ni un rato, mientras quedaba ella en tierra firme.
No tenía ni la menor duda de ser dueña absoluta del corazón del terú-terú, y pensaba que si él no se había todavía declarado, sólo debía de ser por timidez.
Cuando la nutria volvía a zambullirse, el terú volaba hasta la loma más próxima, donde vivía otra gran amiga de él, que era la vizcacha. Y allí se quedaba, cerca de la cueva, esperando la oración, hora en que salía la vizcacha a tomar el fresco, a comer y a cavar la tierra. Cuando empezaba ella su trabajo, la rodeaba de atenciones, rascando también el suelo, como para ayudarla, diciéndole mil cosas, haciéndole la corte.
Pero un día, la nutria lo sorprendió; no pudo dejar de manifestarle su despecho; y requirió de él declarase de una vez a cuál de ellas prefería.
El terú tuvo que confesar que a ninguna de ellas, y que sólo apreciaba como era debido la fineza que para con él tenían ambas de proporcionarle gusanos de todas clases, con escarbar la tierra, la nutria en los bajos húmedos y la vizcacha en la loma.
La boca da besos a la cuchara, pero no son de amor.
Aves de rapiña y mosquitos
Entre el águila y el buitre hubo una cuestión muy grave, y no se oyó más, durante mucho tiempo, que el ruido de cacareos agresivos y graznidos amenazadores. Los corvos picos y las garras feroces se afilaban sin cesar en los peñascos majestuosos y todo hacía presagiar una terrible guerra.
Pero, por fin, todo se arregló y la cordillera, equitativamente repartida, quedó en paz.
Al poco tiempo el mosquito y la mosca pensaron que no debían ellos ser menos que las aves de rapiña, y también empezaron a disputarse la posesión de las orillas de un pantano.
También hubo mucho ruido; por lo menos así lo aseguraban ellos, pues nadie alcanzó a oírlo; y tampoco cuando convinieron en hacer la paz, nadie sabía que hubieran estado a punto de pelear.
Ayuda oportuna
Una vizcacha había tenido la desgracia de ver destruida su cueva por el hombre. Por suerte había podido escapar con vida, pero andaba errante, arruinada, sin casa, sin nada. Había acudido a varias vizcacheras, pidiendo ayuda para rehacer su cueva, prometiendo pagar poco a poco el trabajo de las compañeras que vinieran en su auxilio; pero, al verla tan pobre, todas le cerraron la puerta, echándola a pasear, en muchas partes, con palabras de desprecio.
La pobre apeló entonces a su sola energía; trabajó con afán, luchó, peleó, conquistó tierra, volvió a cavar su cueva, la agrandó paulatinamente, se creó una familia que poco a poco se hizo poderosa.
Y vinieron entonces a ofrecerse todas las vizcachas del pago, con mil zalamerías, poniendo a su disposición elementos de todas clases para cualquier cosa que se le ocurriera.
Dio las gracias. Ya no necesitaba nada.
Al pobre que pide ayuda: ¡palos!, que sólo cuando ya no la precise, se la vendrán a ofrecer.
Cambio de política
Durante un tiempo, tanto los herbívoros como los carnívoros habían tomado parte en el gobierno. Y no por esto andaban peor las cosas: al contrario, pues cada cual traía el tributo de sus cualidades peculiares, y mientras reinó la concordia, todo anduvo perfectamente.
Pero los que comen pasto, creyéndose, quizá con razón, más útiles que los carnívoros, quisieron echar a éstos del gobierno. Los carnívoros que eran los de un grupo menor, pero que tenían para sí la fuerza bruta, se resistieron y fueron, al fin y al cabo, los herbívoros los que tuvieron que ceder y salir.
Por supuesto que los otros no dejaron en el gobierno ni a uno solo de sus contrarios, y tuvieron que sufrir la dura ley del vencido, los vacunos y los yeguarizos, la oveja y la cabra, el huanaco y la gama, y hasta las palomas.
Y los carnívoros colocaron en todos los puestos del gobierno a sus solos partidarios, desde el tigre, que fue presidente, hasta la gaviota que entró de portera. El puma, el cimarrón; el zorro, el gavilán, y el mismo tábano, todos tuvieron colocación, y los herbívoros se tuvieron que conformar con pasárselo lamentando que sus méritos quedaran inútiles.
¿Quién tenía la culpa?
Cuentan que fue entonces cuando el cerdo (siempre ha sido vividor) se acostumbró a comer carne con unos y vegetales con otros, «por si sobreviniera -dijo- algún acuerdo».
Caridad
Sucedió un horrible accidente; se desplomó el techo de una casa abandonada, hiriendo de gravedad a muchas ratas; y entre todos los animales inscriptos en la sociedad de socorros mutuos se inició una subscripción, para proveer camas que era lo más urgente; y todos se apresuraron a dar pruebas efectivas de solidaridad.
El mismo hurón que, días antes, se había comido todos los hijos de una de las ratas heridas, no vaciló en traer su óbolo, y para ello se sacó de la espesa cola un puñado de pelos. Y todos, enternecidos por este rasgo de generosidad, susurraron con los ojos llenos de lágrimas: «¡Qué bien! ¡mire que con las ratas andaba algo distanciado. Y asimismo, ya ve!».
La oveja se lució. Era unos días antes de la esquila; llevaba cinco libras de lana, los calores empezaban, y su poncho la tenía molesta. Se arrancó un gran mechón de lana y lo entregó al comité. Todos los presentes echaron el grito al cielo: «¡Qué generosidad! ¡qué desprendimiento!».
Y como Damián, el venado, que sin tener mayor relación con las ratas, pero llevado por su buen corazón, traía en aquel momento un puñadito de pelos cortos, que sólo con pelarse casi toda la paleta había podido conseguir, lo miraron con bastante desprecio.
Sólo Cristo supo valorar el óbolo de la viuda.
Concurso de belleza
Decidieron los animales abrir un concurso de belleza: se fijaron día y condiciones, y se publicó la lista de los premios ofrecidos.
El día señalado acudieron a la cita los candidatos; y los miembros del jurado comprobaron con sorpresa que todos los animales, sin excepción, se habían presentado para disputar el premio.
Empezaron a indagar los motivos de semejante unanimidad, pues les parecía que entre los competidores, algunos había que no podían ni remotamente contar con los sufragios de los jueces y que el jurado iba a tener un trabajo por demás ingrato.
Preguntaron, por ejemplo, al elefante, qué era lo que lo impulsaba a concurrir: «Pero toda mi persona, contestó él; el conjunto y los detalles: mi masa imponente; mi trompa tan larga y tan elegante; mi cuero tan rugoso que no hay otro igual; y mi colita tan bonita, y mis ojos tan pequeños, y mis orejas tan anchas».
Todo lo que era de él le parecía bonito. Y lo mismo pasó con los demás, sin contar que nunca era lo que a los jurados parecía digno de mayor aprecio lo que a cada cual de los competidores más le agradase. El pavo real, por cierto, era orgulloso del esplendor de su cola, pero, más que todo, recomendó a los jueces la suavidad de su canto; el perro ñato ponderó lo chato de su hocico, lo mismo que el elefante había ponderado lo largo de su trompa, y el zorro no dejó de llamar la atención sobre lo puntiaguda que era su nariz, asegurando que esto era el verdadero colmo de la belleza.
El avestruz quería que todos admirasen lo corto de sus orejas, y el burro sacudía las suyas para hacer valer su tamaño. Tanto que el jurado tuvo que aplazar el concurso hasta que entrase -dijo- un poco de juicio en las cabezas; como quien dice: por tiempo indeterminado.
Cóndor y chingolo
El cóndor en su poderoso vuelo remontó a la cima de la montaña, se asentó en ella, torció su horrible pescuezo desplumado y recorriendo todo el horizonte con una orgullosa ojeada, exclamó:
-¡Yo, cóndor, soy el centro del orbe!
Un gavilán, amodorrado en la punta de un poste del telégrafo en plena Pampa, contemplaba entre los párpados a medio cerrar el horizonte lejano que por todas partes a igual distancia lo envolvía, y despertándose, también exclamó: ¡Yo, gavilán, soy el centro del orbe!
Pero también el carancho, asentado en la cima de un sauce, viendo el horizonte amplio de la llanura extenderse por igual trecho a todos lados, gritó: ¡El centro del orbe soy yo, carancho!
El chimango, mientras tanto, dejó durante un rato de rascarse los piojos para cerciorarse desde lo alto de un poste del corral, de que, sin la menor duda el centro del orbe era él, pues no había más que fijarse en el horizonte para comprobar el hecho. Y tanto se convenció de que así era, que se lo dijo al chingolo.
Pero el chingolo, que no tiene ni una pluma de zonzo, no se la quiso tragar sin ver; voló para arriba, hasta lo más alto que le fue posible, y cuando volvió a bajar, le gritó al chimango: ¡Mentira, el centro del orbe soy yo, bien lo acabo de ver!
Y no hay pájaro en este mundo, por chico que sea, que no crea ser el eje de alguna cosa
Decreto moralizador
El tigre, al ver que algunos de sus súbditos voraceaban, mientras otros casi se morían de hambre, quiso obligarlos por un edicto a comerse cada cual todo lo que cazara.
El zorro se tuvo que comer enterita la gallina que había robado y quedó repleto; lo mismo el gato con una gran rata y dos lauchas, y así de otros, sufriendo no pocos regular indigestión.
Pero quedaron sin comer muchos perros cimarrones, hambrientos y flacos, que por esto mismo nada habían podido cazar. Y miraban éstos, envidiosos, al puma ocupado por orden superior en devorar las diez ovejas que en la noche había muerto.
Su envidia duró poco: después de la primera oveja, el puma no podía más; y al acabar la segunda, obligado por el decreto, reventó.
Los perros flacos eran tantos que pudieron, sin llenarse, comer las ovejas que quedaban y también el puma muerto.
Moraleja:
Entre los hombres, unos tienen mucha tierra y gozan de la vida sin trabajar; otros no tienen ninguna y trabajan sin gozar; bien pocos son los que la tienen justito para gozar trabajando.
Si tuviera cada cual que arar la tierra que tiene, preferirían unos cuantos, sin duda, cederla a otros.
El arroyo y el cañadón
Angosto y transparente, corría el arroyo, con su incesante cuchicheo, sobre su hermoso lecho de piedritas, en mil saltos alegres, entre sus riberas floridas.
Extendido en todo lo ancho de la llanura, reflejando las nubes espesas, mudo, dormía el cañadón perezoso, tapado en partes por su sábana de juncos y duraznillos.
El primero brindaba, con amable generosidad, a las haciendas sedientas el cristal de sus aguas.
-Pocas, pero buenas -les decía, sonriéndose, con su vocesita cantante-; tomen sin cuidado. Son limpias y sanas. No teman que se les acabe; vienen de a poco, pero para todo y para todos alcanzan. No se secan nunca: siempre corren renovadas.
-¿Qué diré yo, entonces -dijo el cañadón-, si este pobre tonto se alaba? Aunque corras y trabajes toda la vida, nunca pasarás de lo que sois, encerrado entre tus barrancas. Enriquecido yo, de todas las aguas que de ti y de tus semejantes puedo detener, no necesito moverme para vivir. ¿Ves estas nubes negras? algo destruirán, pero aumentarán mi caudal. También sé ser generoso a mis horas y no impido que las haciendas prueben mis aguas.
-Rico sois, es cierto, cañadón mío -le contestó el arroyo-, rico de lo que nos quitas, y tienes agua más bien por demás. También les das a los animales sedientos; pero les tapas el pasto bueno. Tus aguas barrosas, sucias y cálidas, no fecundan la tierra y sólo producen gérmenes de muerte para los que, apremiados por urgente necesidad, se atreven a probarlas.
No seas orgulloso por tu extensión; los sapos, los escuerzos y los mosquitos, son los únicos que cantan tu gloria; y si, cansado de tu insolencia, te llega a secar el sol, ¡qué olor, señor!
Mal puede alabar su generosidad el usurero.
El avestruz y el ganso
El avestruz y el ganso, teniendo que recorrer juntos cierta distancia, caminaban a la par. Al cabo de muy poco tiempo, el ganso, todo cansado, le dijo al avestruz:
-¡Pero usted anda demasiado ligero, amigo!
-Si voy al tranco -le contestó el avestruz.
Y después de andar algún trecho más, se dio vuelta el ganso, exclamando:
-¡Mire, cuánto hemos andado ya!
-Mire más bien -le dijo el avestruz-, cuánto tenemos que andar todavía.
Para el ave de patas cortas cualquier paso es rápido y cualquier paseo es un viaje. Y para gente de vistas cortas cualquier adelanto también es incomparable progreso.
El avestruz y la perdiz
Un avestruz, las alitas hinchadas y el pescuezo estirado, recorría la Pampa como despavorido, yendo y viniendo por todas partes.
Se acercaba la primavera, y por todas partes, se veían teros, patos y perdices, palomas y demás pájaros aprontando los nidos, afanados en preparar todo lo necesario para la próxima empolladura.
Todos miraban admirados al avestruz, y como no entendían el porqué de sus andanzas, pensaban lo que cuando no se entiende se piensa, que se había vuelto loco. Como don Churri es persona de mal genio, nadie se atrevía a preguntarle qué motivo tenía para correr así, en vez de acordarse como la demás gente, de la estación que empezaba y de la nueva familia que había que formar.
Sólo una martineta con quien estaba en muy buenas relaciones, un día, le dejó entender que su conducta daba mucho que hablar. El avestruz le contestó que más extraña era la conducta de todos los demás pájaros que, sin ton ni son, sin saber lo que hacían, iban edificando nidos en todas partes y poniendo huevos sin contar.
-Que así lo haga la gallina -dijo-, todavía se comprende, porque si algo le falta, el hombre se lo da… (y ya se sabe por qué); pero nosotros, los pájaros Silvestres, sin más recursos que los que nos proporciona la naturaleza, debemos ser previsores y pensar en el porvenir. Este año es de sequía; poco pasto va a haber, y antes de formar familia, me parece necesario ver primero a dónde podré llevar a mis esposas, para mantenerlas bien, y cuántas podré mantener, y cuántos pichones podrá criar cada una. Y por esto es que, antes de decidirme, estudio el asunto.
Sistema recomendable, este, de calcular los recursos antes de empezar a gastar.
El bien-te-veo
El bien-te-veo es un tipo singular. No pierde ocasión de burlarse de la gente, y de su pico incansable salen a cada rato, en carcajadas retumbantes, críticas acerbas de cualquier obra ajena.
Los demás pájaros y todos los animales y bichos de la Pampa demasiado lo conocen para hacerle mucho caso, pero poca simpatía le tienen, y si no se lo hacen sentir muy abiertamente, es por el muy legítimo temor de tener que sufrir insultos, callados, o de crearse conflictos si contestan.
Un día, en una numerosa reunión de toda clase de animales y pájaros, el bien-te-veo entabló en voz gritona, para llamar la atención, una gran conversación con algunos de los presentes. Y, cosa rara, en vez de ensañarse en criticarlo todo, como de costumbre, empezó por alabar a varios personajes, celebrando las altas cualidades de algunas personalidades políticas, la inteligencia, así la llamó, de otros, y el desprendimiento de unos cuantos que nombró, no sin cierto discreto asombro de los oyentes y de los mismos favorecidos; y pasó después a elogiar a personas conocidas de la sociedad, ponderando el talento de unas, las virtudes domésticas de otras, llegando a encontrar méritos hasta en los más humildes habitantes del campo.
Todos escuchaban admirados, cambiando guiñadas interrogativas, como preguntándose:
-¿Adónde nos lleva? ¿Qué sucede? ¿Qué le pasa?
Pronto se supo; agotada la lista de los presentes y de algunos más, y la proclamación encomiástica de sus méritos, empezó el bien-te-veo a contar los propios, su gracia para volar, la agudeza de sus gritos, el color hermoso de su plumaje, los servicios que presta, etc.
Pero la asamblea se quedó callada; y el bien-te-veo comprendió que el aplauso de buena ley dispara cuando lo llaman.
El bien-te-veo y la comadreja
El zorro, muy ocupado en cazar perdices, iba deslizándose en un surco, tan despacio y con tanto disimulo, que ni un terrón se movía a su paso. Pero por bien que se confundiese con el color del suelo el color de su pelaje, el bien-te-veo desde su nido lo vio y no pudo contener las ganas de hacerlo saber a todos.
-¡Bien te veo, bien te veo! -gritó a voz en cuello-. El zorro se paró, y renegando a media voz:
-¡Imbécil, dijo, que se quiere hacer el vivo!
Y se arrasó en una depresión del terreno, esperando que pasase la tormenta.
Mientras tanto, una comadreja overa había oído los gritos del bien-te-veo, fijándose inmediatamente en el sitio de donde salían.
El bien-te-veo dejó el nido y se vino a reír del zorro: -¡Bien te veo, y bien te veo, y bien te veo!
Y la comadreja, haciéndose la zonza, le preguntó con aire inocente a quién gritaba así. El pájaro le enseñó al zorro escondido; pero la comadreja se hacía la ciega y buscaba al zorro sin quererlo ver, persiguiendo a preguntas al bien-te-veo, pidiéndole que se lo señalase mejor; y el bien-te-veo se lo enseñaba, entreteniéndose en burlarse de la comadreja, tan corta de vista o tan tonta, decía.
Hasta que se acordó de los pichones que había dejado abandonados en el nido, y volvió allá con su vuelo de relámpago amarillo, en tres enviones de armoniosas curvas.
No encontró ya a los pichones; se los había llevado la compañera de la comadreja overa, temible trepadora de árboles, mientras su consorte la entretenía con mil preguntas.
¡Pobre del zonzo que se quiere hacer el vivo, en vez de cuidarse del vivo que se está haciendo el zonzo!
El burro
El burro había nacido bueno, alegre, sumiso, lleno de buena voluntad. Era feo, es cierto, pero se reía con tan buena gana, que a pesar de su voz horrenda, su rebuzno parecía canto. Se burlaban de él y de su facha: él sacudía las orejas y se reía, bonachón.
Pero, porque era bueno, empezaron a abusar de él. Era fuerte, por ser tan chico, lo cargaron demasiado; era sobrio, casi no le dieron de comer; era resistente, le hicieron trabajar más de lo que era posible. Y cuando ya no daba más, lo empezaron a maltratar.
Se le avinagró el genio; sus orejas no se movían ya risueñas, sino que las echaba para atrás, enojado, enseñando los dientes y aprontaba las patas.
Y el amo, desconfiando, a pesar de tener en la mano el palo amenazador, decía: «¡Qué malo es el burro!».